Aunque
ha sido muy célebre esta devoción del Rosario desde el tiempo de Santo Domingo,
se hizo más célebre con ocasión de la famosa batalla naval de Lepanto, que se
ganó por intercesión de nuestra Señora, y particularmente por la devoción de su
santo Rosario, la cual, siendo tan sabida, no hay para qué referirla aquí de
propósito, y siendo muy propia de la fiesta de hoy no se puede callar del todo,
y por eso diré la suma de ella.
Después
que Selim II de este nombre, gran turco, rompió las paces con la república de
Venecia, y viéndose señor del mar por la multitud de sus naves y soldados, se
señoreó del reino de Chipre, y empezó a hacer hostilidades y estragos en los
cristianos, el santísimo Pontífice Pío V procuró unir todas las armas católicas
contra el enemigo común de la cristiandad que deseaba dominarlo todo con su
poder, y presumía eclipsar con sus lunas las luces clarísimas de nuestra fe.
Excusáronse los otros príncipes cristianos, y solamente el rey católico Felipe
II se coligó con el Papa y con la república de Venecia para oponerse a tan
formidable enemigo. Dispúsose una poderosa armada, de la que iba por general D.
Juan de Austria, hijo del invicto emperador Carlos V, en quien parecía herencia
el valor y patrimonio el vencer. Buscó la armada católica a la turquesa, que
esperaba en el golfo de Lepanto.
Los
turcos contaban doscientas treinta galeras reales, con otras muchas galeotas y
vasos menores; los cristianos llevaban más de doscientas galeras: ochenta y una
del rey de España, ciento nueve de Venecia, y doce del Sumo Pontífice, tres de
Malta y otras de caballeros particulares. Al llegar nuestra armada a vista de
la del enemigo, el viento, que para los turcos era favorable y para los
cristianos contrario, amainó casi de repente, empezando ya a desfavorecerles
este elemento, y el mar se sosegó, como si pretendiera ver con reposo los dos
más poderosos ejércitos del mundo disputarse sobre la posesión de él.
El
de los turcos era muy superior en número; el de los cristianos era mayor en el
valor: los turcos presumían alistarse debajo de sus banderas la fortuna,
hinchados con repetidas victorias; los cristianos sabían qué venía con ellos la
justicia de la causa; ambas armadas tenían presente la batalla y el riesgo, y
esperaban la victoria y el triunfo; pero los infieles lo esperaban de su valor
y los fieles del favor divino.
Por
esto, ya que se acercaban a tiro de cañón, mandó su alteza enarbolar un
crucifijo y muchas imágenes de Nuestra Señora, y todos, puestos de rodillas
hicieron oración a Dios, poniendo por intercesora a la Virgen, suplicándole que
no diese la victoria a sus enemigos por castigar a los que le confesaban y
llamaban arrepentidos de sus culpas. Luego, habiendo esforzado los dos
capitanes a sus soldados, y dado la señal de aceptar de ambas partes la batalla
con dos tiros de bombarda, se acometieron las naves con increíble ímpetu, y se
peleó por espacio de dos horas con extraño valor, con diferentes sucesos, ya
prósperos, ya adversos, como los lleva la guerra, sin saberse aún dónde estaba
la victoria, hasta que se reconoció en nuestra armada, y se fue declarando
tanto por los cristianos, que en breve tiempo quedó desbaratada y deshecha la
armada de los turcos; treinta mil con su bajá muertos, diez mil cautivos,
ciento ochenta naves presas, noventa sumergidas, quince mil cristianos
rescatados, casi trescientos tiros de artillería tomados; y lo principal
fue cobrar las armas católicas la reputación perdida, y perder las mahometanas
la soberbia y confianza ganadas en muchas victorias. Murieron de nuestra parte
seis mil hombres, por lo cual fue esta batalla la más célebre que han
conseguido en el mar los cristianos, y no sé si vio antes primera, ha visto
después segunda en sus campañas el elemento del agua.
Debióse
esta insigne victoria a las oraciones de San Pío V y de la cristiandad, donde
el Santo Pontífice les mandó hacer; y fuera del valor de los soldados
cristianos, ayudó mucho la devoción y celo con que confesados y bien dispuestos
entraron en la batalla, para morir defendiendo la fe, si Dios por nuestras
culpas diese a los infieles la victoria; y principalmente se debió a la
intercesión de la sacratísima Virgen María nuestra Señora, singular patrona de
las batallas, a quien el Sumo Pontífice encomendó esta empresa, y el general y
capitanes hicieron diversos votos.
Consiguióse
esta victoria en el primer domingo de octubre de 1571, día que la religión de
Predicadores tenía consagrado, como todos los primeros domingos de cada mes, al
culto de nuestra Señora del Rosario; y en éste, especialmente encomendaba a
Dios el buen suceso de las armas católicas, por mandato del Sumo Pontífice San
Pío V, el cual, en reconocimiento de tan señalada merced como recibió toda la
cristiandad de la Madre de Dios, consagró este día a su culto, con título de
“Santa María de la Victoria”; y Gregorio XIII, que le sucedió, mandó que se
celebrase cada año, en el primer domingo de octubre, en todas las iglesias del
orbe cristiano donde hubiese capilla o altar de nuestra Señora del Rosario,
fiesta a nuestra Señora con título del Rosario, por haberse alcanzado esta
victoria por su devoción. Confirmó esta fiesta Clemente VIII, y también
Clemente X; a instancia de la reina nuestra señora doña Mariana de Austria. Y
se fijó definitivamente para el día 7 de octubre, día de la grandiosa victoria
de Nuestra Señora con su arma invencible de todos los tiempos: Su Santísimo
Rosario.
El rey Felipe II en reconocimiento a la estancia de la Virgen del Rosario en dicha batalla, mandó que en conmemoración de la victoria de Lepanto la campana de la Vela de la Fortaleza de la Alhambra, tocará el día de la fiesta del Rosario, y así se viene haciendo hasta el día de hoy.