Beato Álvaro de Córdoba, 19 de Febrero


La semblanza de este hombre excepcional hay que trazarla a través de su obra, porque en ella cristalizó lo más puro de su alma grande y, en cierto modo, también buena parte de lo que su tiempo encierra de afán de trascender y superar una situación cristiana y religiosa que motivó una de las más graves crisis del catolicismo. Esa obra se llama Escalaceli. ¿Un nombre poético? ¿Un símbolo? Eso y mucho más. Encarnación de un sueño de reforma auténtica, Escalaceli, a siete kilómetros de Córdoba, en las estribaciones de Sierra Morena, no muy lejos de las ermitas, es la obra del Beato Álvaro. Una obra que hay que valorar en sus tres características: 


- Primero, como cuna de la reforma de la vida dominicana a raíz de aquel funesto bache de la Claustra, provocado por la tristemente famosa peste negra y acentuado por el Cisma de Occidente.

- Segundo, porque en Escalaceli se levantó, según parece, el primer Vía crucis de Europa.

- Tercero, porque ese rincón de la Sierra Morena ha sido la fuente inexhausta donde Andalucía bebió su entrañable devoción a la pasión de Cristo.

El Beato Álvaro de Córdoba es una figura señera, vibrante de inquietud y de dinamismo paulino. Maestro por la universidad de Salamanca, pasó sus mejores años en la paz de los claustros y de las aulas, pero, al nacer el siglo XV, abandonó la cátedra aguijoneado por la urgencia del apostolado y recorrió las ciudades y los asendereados caminos de España, de Provenza, de Saboya, de Italia... atareado en la siembra de la palabra divina; buena falta hacía entonces esta labor, pues el campo de la fe era barbecho en el que germinaba la cizaña del desconcierto, de la corrupción de costumbres, de la holganza infecunda, mientras los pastores y los sembradores disputaban por la solución de un drama terrible: en la Iglesia llegó a haber tres tiaras al mismo tiempo, todas tres con ínfulas de legitimidad. El Beato Álvaro de Córdoba predica, pero también observa; reza, pero sin cerrar los ojos a la cristiandad lancinada; paladín de la unidad, anhela la solución del largo conflicto; hay mar revuelto incluso en las Ordenes religiosas; la peste negra, que devastó a media Europa dejó los conventos casi vacíos, y después se fueron poblando de hombres sin tensión espiritual.

Busto que contiene las reliquias del Beato Álvaro 

de Córdoba, Convento de Scala Coeli 

Por otra parte, los religiosos se esforzaban también en reducir a los cauces tradicionales sus propios institutos. Gracias a Dios, en medio de la desolación, abundaban los hombres de buena voluntad y de gran sabiduría. Sólo la Orden de Predicadores ofrece en esa época un magnífico santoral, casi todos ellos trabajadores incansables de la restauración de la Iglesia bajo un solo Pastor, dechados del espíritu genuino que debía animar la vida monástica de su Instituto, luchadores por la paz y la unidad en el recinto de los conventos: San Vicente Ferrer († 1419), San Antonino de Florencia († 1459), Beato Juan Dominici († 1419), Beato Álvaro de Córdoba († 1430), Beato Andrés Abelloni († 1450), etc. La relajación sesteaba a la sombra de la división. Si en la Iglesia había tres tiaras, la orden de Santo Domingo tenía tres jerarcas, uno para cada sector de obediencia a un Pontífice. La reforma se fue llevando a cabo poco a poco, con un temple admirable de prudencia, pese a los altibajos inevitables; por eso no se resquebrajó la unidad de la Orden como iba a acontecer en otros institutos religiosos. El Beato Raimundo de Capua, confesor y biógrafo de Santa Catalina de Siena, es la figura más representativa de esa reforma.
El Beato Álvaro de Córdoba ha vivido intensamente esos días del plural cisma, le ha dolido el alma como a buen religioso, ha mirado con simpatía los esfuerzos de los reformistas italianos durante los días que estuvo predicando en Lombardía, a su ida y a su regreso del viaje a Tierra Santa, se advierte que conoce bien el patrón de la reforma patrocinada por Raimundo de Capua y llevada adelante por Juan Dominici.
Convento de Santo Domingo de Scala Coeli (Córdoba)
A su regreso a España es elegido confesor de la reina Catalina de Lancáster y de su hijo Juan II. Iluminado ya de unidad y esperanza el panorama de la Iglesia, fray Alvaro dice adiós a la corte. Su ideal es la reforma. El rey don Juan —el padre de Isabel la Católica— y su esposa doña María, hija del rey de Aragón don Fernando de Antequera, lo quieren como se quiere a los varones de Dios. Es un hombre virtuoso, maduro, emprendedor. No hay que cortarle la marcha. Expone sus planes y los apoyan con una crecida limosna. Fray Álvaro va a Córdoba y, en mitad de la Sierra Morena, funda a Escalaceli como una lanza erguida de reconquista espiritual. Es la conclusión de todas sus experiencias y la puesta en marcha de un sueño fecundo. Fray Álvaro, a quien acompaña fray Rodrigo de Valencia, compra la Torre Berlanga, en la sierra cordobesa, el 13 de Junio de 1423 y allí funda el primer convento reformado de su Orden en España; pero, además, el paraje elegido, con sus olivares y sus torrenteras, tiene un encanto cautivador para fray Álvaro: recuerda la topografía de Jerusalén, tan pegada al alma del dominico desde los días de su peregrinación a los Santos Lugares. La vieja torre moruna fue rebautizada con un nombre bello: Santo Domingo de Escalaceli. Religiosos de espíritu austero, reclutados en diversos conventos, forman la nueva comunidad. Son ocho en total, amén del fundador. Los gastos consumieron el donativo del rey, las limosnas de los cordobeses; así se construyó, sobre roca viva, sobre penitentes oraciones, Santo Domingo de Escalaceli, primer convento reformado de la Orden en España.

La reforma había empezado. Conducida a término superaba ya las posibilidades de quien fue alma y motor de ella. Pero la semilla estaba echada. "No fueron estériles los esfuerzos del Santo cordobés —dice el P. Beltrán de Heredia—. Gracias a ello se despertó una tendencia reformadora que, luchando con enormes dificultades, logró abrirse paso hasta conquistar totalmente el campo".

Junto a este aspecto de la obra del Beato Álvaro pongamos otro que tiene un valor singular en la historia de la piedad cristiana: en Escalaceli se construyó el primer Vía crucis de Europa.

Las tres cruces donde termina el via crucis de San Álvaro

La Edad Media, con las cruzadas, con la predicación de San Bernardo y de los mendicantes, centró la devoción del pueblo hacia los misterios de la vida y pasión de Cristo. Fray Álvaro, hombre de su siglo, era devotísimo de la pasión del Señor. Impulsado por ese fervor pasionario peregrinó a Tierra Santa. Al empezar la reforma comprendió que era necesario orientarla por un cauce de austeridad y ascetismo. Si eligió la sierra de Córdoba para fundar fue porque la topografía presentaba una gran semejanza con la de Jerusalén; él haría que se pareciese aún más. En lo alto de la ladera del lado este del convento, pasado el valle por el que se precipitan las aguas serranas, levantó una capilla que bautizó con el nombre de "Cueva de Getsemaní"; al valle lo llamó "Torrente Cedrón"; pero hay más: desde el convento —Jerusalén cordobesa— hasta un montecico situado al sur y que dista, como han podido apreciar los técnicos, tanto como el lugar de la crucifixión de la Ciudad Santa, edificó una serie de estaciones que terminaban en el "Calvario", donde puso tres cruces. Otras capillitas construyó en torno a Escalaceli, conmemorativas de lugares santos; pero interesa, sobre todo, destacar el Vía crucis. Los biógrafos y el proceso del culto inmemorial del Beato relatan escenas impresionantes de esta plástica devoción pasionaria del fundador de Escalaceli. Los demás Vía crucis conocidos en Europa son todos posteriores al de Escalaceli. 

Después de haber visto las dos dimensiones anteriores de Escalaceli, tan homogéneas y ensambladas, es fácil pasar al tercer eslabón: Escalaceli ha sido la fuente donde Andalucía ha bebido su honda devoción a la Pasión, a la "Semana Santa". No es una conclusión; es un corolario de lo que precede. Por Escalaceli llegamos inmediatamente a las más profundas raíces de ese fervor del pueblo andaluz por sus Cristos, sus Macarenas y sus "pasos". El Cristo del Beato Álvaro, las cruces de Escalaceli abrieron un abismal surco en el alma religiosa de Andalucía; en él han florecido, como máximo exponente, esas procesiones —consteladas de cera y suspiros—, esos Cristos sangrantes y esas Vírgenes sublimemente consternadas, que labraron gubias tan creyentes como las de Martínez Montañés, Juan de Mesa o Cristóbal de Mora. Escalaceli fue meta de peregrinaciones; el proceso canónico del culto del Beato Álvaro abunda en confesiones de este tipo. Los peregrinos se pasaban noches enteras velando delante del Cristo del Beato Álvaro y durante el día visitaban las capillas que evocaban los santos lugares y recorrían la Vía crucis.

Retablo cerámico con el Cristo de San Álvaro
que se venera en la iglesia conventual
Esta es la obra —y también la biografía— del Beato Álvaro de Córdoba. Allí, en aquel nido de águilas espirituales, murió en 1430. Escalaceli siguió largo tiempo la ruta trazada por el fundador. En 1530 los religiosos lo abandonaron, trasladándose al monasterio de los santos mártires Acisclo y Victoria. Fray Luis de Granada recibe en 1534 el encargo de reconstruir material y espiritualmente el célebre convento. Y, con su celo y juventud, renovó los mejores tiempos de Escalaceli. En el siglo XVIII el conde de Cumbre Hermosa, Lorenzo María de la Concepción Ferrari, alto personaje de la corte, tomó el hábito y, electo prior, rehizo el convento y dejó cuantiosos bienes para convertirlo en un centro de misiones, decisión que el hagiógrafo cordobés Sánchez de Feria comentó como "idea propia del cielo". Por esa época, 1741, se logró dar remate al proceso de beatificación de fray Álvaro; Benedicto XIV, el gran maestro clásico de las causas de beatificación y canonización, había estudiado detenidamente el caso típico que presentaba el proceso; en su monumental obra sobre la materia se refiere repetidas veces a este proceso. La desamortización y exclaustración del siglo XIX amenazó una vez más de ruina a Escalaceli; pero el Beato Álvaro veló por su convento. Devotos cordobeses restauran la "Hermandad del Santísimo Cristo y del Beato Álvaro de Córdoba" y la reina Isabel II con toda la familia real fueron recibidos en ella. En 1900 volvieron los dominicos. Un poco más allá, donde arranca la primera estación, está el convento rehecho, con su castillo al lado. Para el peregrino los versos de la puerta son un memorial inolvidable:


Alcázar de la fe, sagrado asilo...
la cristiana piedad goza en tu historia,
que escala te apellida de la gloria.

Todo en Escalaceli, el convento que yergue su hermosura en el mar grisáceo de la sierra como un blanco navío, invita a enfilar el alma proa a Dios. 

ÁLVARO HUERGA, O. P.

La presentación del Señor, fiesta cristológica

Es una de las fiestas más antiguas. El "Itinerarium" de Eteria (390) habla de esta fiesta con el nombre genérico de "Quadragésima de Epiphanía". La fecha de la celebración, hasta el siglo VI, no era el 2, sino el 14 de febrero, es decir 40 días después de la Epifanía. Después pasó a celebrarse el 2, por ser a los cuarenta dias de la Navidad, 25 de diciembre.


En el siglo V se empezaron a usar las velas para subrayar las palabras del Cántico de Simeón, "Luz para alumbrar a las naciones", y darle mayor colorido a la celebración. De las velas toma el nombre y de "fiesta de las luces" o “Candelaria”.

Hasta el siglo VII no se introdujo esta fiesta en la liturgia de Occidente. Al final de este siglo ya estaba extendida en toda Roma y en casi todo Occidente. En un principio, al igual que en Oriente, se celebraba la Presentación de Jesús más que la Purificación de María.

No se sabe con certeza cuándo empezó a celebrarse la Procesión en este día. Parece ser que en el siglo X ya se celebraba con solemnidad esta Procesión y ya empezó a llamarse a la fiesta como Purificación de la Virgen María recordando la prescripción de Moisés, que leemos en levítico 12, 1-8. 

Hasta el Concilio Vaticano II se celebraba como fiesta principalmente mariana, pero desde entonces ha pasado a ser en primer lugar Cristológica. El centro, pues, de esta fiesta no sería María, sino Jesús


Con la reforma del Concilio Vaticano II se le cambió de nombre, ya que el principal misterio que se conmemora es la Presentación de Jesús en el Templo y su manifestación o encuentro con Simeón poniendo al centro del acontecimiento al Niño Dios, que es presentado al Templo, conforme a la prescripción que leemos en Ex 13, 1-12. Naturalmente, con el cambio del nombre no se quiso borrar la presencia de María, sino ponerla en segundo lugar, después del Señor. Maria entra a formar parte de la fiesta en cuanto lleva en sus brazos a Jesús y está asociada a esta manifestación de Jesús a Simeón y a la anciana Ana. El Evangelio de San Lucas (2, 22-38) funde dos prescripciones legales distintas que se refieren a la purificación de la Madre y a la consagración del primogénito.

En esta celebración la Iglesia da mayor realce al ofrecimiento que María y José hacen de Jesús. Ellos reconocen que este niño es propiedad de Dios y salvación para todos los pueblos. La presencia profética de Simeón y Ana es ejemplo de vida consagrada a Dios y de anuncio del misterio de salvación.

La bendición de las velas es un símbolo de la luz de Cristo que los asistentes se llevan consigo. Prender estas velas o veladoras en algunos momentos particulares de la vida, no tiene que interpretarse como un fenómeno mágico, sino como un ponerse simbólicamente ante la luz de Cristo que disipa las tinieblas del pecado y de la muerte.

El actual himno del Oficio de lectura comienza así:
"En el templo entra Maria, más que nunca pura y blanca, luces del mármol arranca, reflejos al oro envia. Va el Cordero entre la nieve, la Virgen nevando al Niño, nevando a puro cariño, este blanco vellón leve..."

La ley de Moisés mandaba que toda mujer que dé a luz un varón, en el plazo de cuarenta días, acuda al Templo para purificarse de la mancha legal y allí ofrecer su primogénito a Jahvé. Era lógico que los únicos exentos de esta ley eran Jesús y María: Él por ser superior a esa ley, y Ella por haber concebido milagrosamente por obra del Espíritu Santo. A pesar de ello María oculta este prodigio y... acude humildemente como cualquier otra mujer a purificarse de lo que no estaba manchada.


Los mismos ángeles quedarían extasiados ante aquel maravilloso cortejo que atraviesa uno y otro atrio hata llegar al pie del altar para ofrecer en aquellos virginales brazos al mismo Hijo de Dios.

Una vez cumplido el rito de ofrecer los cinco siclos legales después de la ceremonia de la purificación, la Sagrada Familia estaba dispuesta para salir del templo cuando se realizó el prodigio del Encuentro con Simeón, primero, y con la ancianísima Ana, después. San Lucas nos cuenta con riqueza de detalles aquel encuentro: "Ahora, Señor, ya puedes dejar irse en paz a tu siervo, porque han visto mis ojos al Salvador... al que viene a ser luz para las gentes y gloria de tu pueblo Israel..." Y le dijo a la Madre: "Mira, que este Niño está puesto para caída y levantamiento para muchos en Israel... Y tu propia alma la traspasará una espada...".

Contraste de la vida: El mismo Infante está llamado para ser: Luz y gloria y a la vez escándalo y roca dura contra la que muchos se estrellarán. ¡ Pobre Madre María, la espada que desde entonces atravesó su Corazón! . . .

Bien podemos hoy cantar como la Iglesia lo hace en Laudes: "Iglesia santa, esposa bella, sal al encuentro del Señor, adorna y limpia tu morada y recibe a tu Salvador...".

1 de Febrero, San Cecilio, Patrón de Granada

San Cecilio Patrón de Granada
Iglesia Parroquial de San Cecilio
San Cecilio, patrón de Granada, fue el primer obispo de Granada cuando la ciudad, bajo la dominación romana, se llamaba todavía Illíberis. Fue uno de los que la tradición llama "varones apostólicos". Según unos manuscritos del siglo X, que transmiten información más antigua (del siglo VIII o del siglo IX), los siete varones apostólicos llegaron a Acci (Guadix) cuando se estaban celebrando las fiestas paganas de Júpiter, Mercurio y Juno y los paganos les persiguieron hasta el río, pero el puente se partió milagrosamente y los siete varones apostólicos quedaron salvos. Una noble mujer llamada Luparia se interesó por ellos y los escondió, y se convirtió al Cristianismo después de haber levantado un altar a San Juan Bautista. 

A continuación los varones apostólicos se separaron para dar noticia del Cristianismo por distintas regiones de la Bética: Torcuato permaneció en Acci (Guadix), Tesifonte marchó a Vergi (Berja), Hesiquio a Carcere (Cazorla), Indalecio a Urci (Pechina), Segundo a Abula (Abla), Eufrasio a Iliturgi (Andújar) y Cecilio a Iliberri (Iliberris o Elvira, la actual Granada). La identificación de esas localidades es muy insegura.

Un autor del siglo IX fundió esta tradición con la de Santiago Apóstol en la Translatio S. Iacobi in Hispaniam. Según éste, siete discípulos de Santiago trajeron su cuerpo a Hispania después de su martirio desde Jerusalén y tuvieron que refugiarse en una fuente protegida por una cripta porque eran perseguidos por el rey; cuando entraron para prenderlos la cripta se derrumbó y el rey y los suyos perecieron. Una mujer, también llamada Luparia, se convirtió al Cristianismo y mandó colocar el cuerpo de Santiago en un edificio que previamente había estado consagrado a ídolos paganos; esta tradición cuenta también que tres de estos discípulos, Torcuato, Atanasio y Tesifonte, fueron enterrados junto al apóstol. También habla sobre los siete varones apostólicos el escritor dominico del siglo XIII Rodrigo de Cerrato. La vida de todos ellos está oculta tras los velos de la leyenda transmitida oralmente.

Busto de San Cecilio
Abadía del Sacromonte de Granada
Con todo estos siete varones fueron los que trajeron la fe católica a España, por eso el Papa Juan Pablo II en su primer viaje a España del año 1982 pronunció las siguientes palabras refiriéndose a nuestra nación: “...fue conquistada para la fe por el afán misionero de los Siete Varones Apostólicos”.

Se sabe a ciencia cierta que San Cecilio fue obispo de Illíberis, que escribió algunos tratados para instrucción de los fieles y que sufrió martirio bajo la dominación de Nerón, supuestamente quemado en el monte Illipulitano. Pero la larga dominación árabe destruyó todos los rastros de cristianismo. Granada estuvo bajo los sarracenos casi ochocientos años; no los suficientes para perderse la memoria y la tradición. Lo cierto es que en 1501 se funda la parroquia titulada San Cecilio.